Vinos y acuerdos otoñales
Tiempo de frío, tiempo de recuperar esas calorías que tanto escasean en nuestra sanísima alimentación mexicana.
Adiós a las magras ensaladas; bienvenidos los platillos que nos nutren, las comidas calientes y con una buena cantidad de grasas –que el cuerpo, puesto a chambear para mantener su calor, va consumiendo–, carnes asadas en el horno largas horas, potentes estofados caldosos, especiados, espesos… Comida que nos revitaliza y devuelve energías para enfrentar la temperatura.
¿Y por qué no unirlos a grandes tintos? No sólo para acumular calorías –que también están en la copa– sino porque la acidez compensa la sobrecarga de grasa, los taninos aceleran la digestión y los alcoholes impulsan la circulación de la sangre. O sea que la cocina calórica tiene su epicúreo antídoto en estos vinos corpulentos, de comilona. Con un beneficio adicional: su potencia de aromas y su complejidad ayudarán a equilibrar las densas acumulaciones de ingredientes y sabores de sus recetas.
Hay cocinas que se inclinan enfáticamente por las calorías, sin duda debido a las condiciones climáticas de sus tierras originales. Un buen ejemplo son las de Alemania, Austria y Hungría.
México también conoce y entiende de esta cocina. El menudo del Bajío, que se prepara con panza y maíz en un caldo de res enchilado, se sirve con tortillas, cebolla y orégano. También hay que recordar, en este somero recorrido, la imponente birria: lomo de chivo, costillas y deliciosos “machitos”, entrañas embutidas bajo la precaria forma de una salchicha enorme, cocido envuelto –para conseguir humedad– en un horno subterráneo; si las cosas van bien, todo esto pasará a un segundo horno, ya no subterráneo, de temperatura altísima, a tatemarse. A la mesa llega con varios acompañamientos: frijoles, cebollas, vegetales, yerbas, tortillas enormes, salsa roja y un caldo denso que, además de potarse, sirve como salsa muy líquida para el taco. Y, por supuesto, Su Majestad calórica, el mole de olla: horas de cocción, tendones de res que se deshacen, grasa que se vuelve líquida y se convierte casi en una “salsa” para nuestro potentísimo caldo.
No hay que temerles a estos platillos, que acaso no están en las listas de los recomendados por los doctores quienes, por cierto, sí aconsejan vinos otoñales para contrarrestarlos gracias a las propiedades antioxidantes de los taninos, a su efecto benéfico en la reducción del colesterol y a la acción revolvente del alcohol en el sistema circulatorio. Pero no se trata sólo de precauciones y salvaguardas saludables. Lo cierto es que la combinación de platillos corpulentos y tintos de enjundia anuncia uno de los aspectos más placenteros en el nacimiento de la estación otoñal. Con ellos el frío nunca llegará al alma.
llega octubre y con el mes el frío y con el frío nuestra inevitable necesidad de dejarnos apapachar por esos vinos que, potentes, densos, bajan por la garganta, nos recubren de una sensación cálida y nos reponen: son los vinos otoñales. Tintos casi sin excepción, de color muy concentrado, del rojo rubí al cuasi negro; con frecuencia criados en barricas nuevas que les aportan otra carga tánica y aromas de vainilla, coco, ahumados, tostados, tabaco, entrelazados con intensas cargas de frutos rojos y negros muy maduros o pasificados…
Parece una paradoja que los buenos vinos para combatir el frío provengan de climas cálidos y, a menudo, de tierras áridas o semiáridas –como el Priorat o Baja California–, pero no lo es: el sol ayuda a la formación de azúcares en la uva, de las que saldrá un vino potencialmente más alcohólico, con más cuerpo. Y en las tierra poco ricas y secas el fruto se concentra mientras que la planta pone en él, en su aparato reproductor, todo su hálito vital.
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